Hace algunas semanas
el Papa Francisco afirmaba que la santidad no es “cerrar los ojos y poner cara
de estampita”. Y estoy más que de acuerdo.
Es frecuente leer o
escuchar exhortaciones a la santidad – a la que estamos obligados todos los
cristianos: “Sean santos como Yo soy santo, dice el Señor” – en términos de perfección,
de fidelidad a los mínimos detalles, de inmaculeidad, perdón por
la palabra tan forzada. O mirar los
ejemplos que se presentan a nuestra imitación – ¡tan altos y encumbrados! –que
se piensa, con razón, que eso es para otros.
Por otra parte, estamos
en el contexto del Año de la Vida Consagrada. La vida religiosa es para ser
santo; es un estado de perfección; es una obligación especial de ser para los
demás testimonio en esta vida de los bienes de la vida futura; es un compromiso
a vivir los consejos evangélicos con fidelidad y radicalidad.
Y sin embargo está
nuestra vida: mi propia vida y tu propia vida. ¡Tan llena de defectos, de
limitaciones y pecados!
Ya seas cristiano ‘de
a pie’, o sacerdote, o religioso, estás llamado a la santidad; y la constatación
de tu realidad imperfecta y pecadora puede entrar en conflicto con este ideal
de santidad que tenemos, en razón de nuestro bautismo y, si es el caso, de
nuestra profesión religiosa. Un conflicto existencial; un conflicto vivencial.
Un conflicto que puede hacerte perder la Paz.
En su “La paz interior”
J. Philippe tiene unas maravillosas páginas sobre la buena intención. De
estas páginas aprendí que basta la buena intención – entendida bien, no a la
ligera – para ser santo; para conservar la paz. Dice, por ejemplo: “Esta buena
voluntad, esta disposición habitual para decir sí a Dios, tanto en las cosas
grandes como en las pequeñas, es una condición sine qua non de la paz interior.
Mientras no adoptemos esta determinación, continuaremos sintiendo en nosotros
cierta inquietud y cierta tristeza: la inquietud de no amar a Dios tanto como
Él nos invita a amarle, la tristeza de no haber dado todavía todo a Dios”. Y a
renglón seguido concluye: “El hombre que ya le ha entregado su voluntad a Dios,
en cierto sentido ya le ha entregado todo”.
La vida cristiana –
toda vida cristiana – es para ser santo. Pero ser santo – y esto es lo que
quiero transmitir – no es ser perfecto actualmente; ¡mucho menos es
aparentar con ojos cerrados y cara de estampita!; ser santo es tender a
la perfección durante la realidad actual, tan deficiente y pecadora; es
extender la mano a diario al Señor pidiendo su Gracia y su Misericordia; es dar
– cada día, cada hora – pequeños pasos que nos acerquen más al Señor, que nos
hagan ser más como Él.