martes, 31 de enero de 2012

El Perico I: Orar

Me gusta pedir, cuando hablo a algunos grupos de adolescentes o jóvenes, que levanten la mano los que van a Misa los domingos (“o al menos de vez en cuando”, rebajo, cuando el experimento corre riesgos de naufragar). Buena parte del grupo levanta la mano. Y yo también levanto la mía.

“Baje la mano – pido por segunda vez – el que nunca se aburre en Misa”. Yo, para ser sincero, dejo la mía arriba. Como la mayor parte de mis oyentes. Como lo haría buena parte, estoy seguro, de mis lectores.

Ante la constatación de que todos nosotros – los que tenemos la mano alzada – nos aburrimos en Misa, viene la pregunta: ¿por qué?
Y aquí he obtenido todo tipo de respuestas: desde el chico muy espiritual que opina que no valoramos como se merece el sacrificio y la entrega de Jesús, hasta el despistado que responde preguntando por séptima vez la pregunta. Pero no me cabe duda de que casi todas las respuestas se pueden conducir, o son consecuencia directa, de ésta: “Me aburro porque siempre es lo mismo”, o en palabras más adultas, “Me aburro porque vivo la Misa de manera rutinaria”.

Y si esto es cierto con la Santa Misa, lo es todavía más con otras prácticas de oración o devoción como el Santo Rosario. ¡Quién no recuerda el tedio o la molestia que experimentamos – en pretérito, espero – cuando llegaba la abuelita a mitad del partido de fútbol o de la película de Disney, a rezar el Rosario – ¡los 5 misterios! – con toda la familia!

Creo que nuestro problema se podría resolver fácilmente recordando la distinción entre los términos “rezar” y “orar”.

En el rancho familiar (esta historia es ejemplar, no responde a hechos necesariamente reales) había en la puerta de la casa un perico verde, de esos que “hablan”, en su jaula que colgaba del techo. A unos centímetros estaba un recipiente con unas galletas o semillas que constituían, al mismo tiempo, el tesoro y el mayor anhelo del perico.

Mi abuelita, que es toda piadosa como la mayoría de las abuelitas, había enseñado al perico a decir el Avemaría. Así, cuando pasaba por ahí cerca mi abuelita, el perico empezaba: “dios-te-salve-maría-llena-eres-de-gracia…” y así hasta el “de-tu-vientre-jesús”. Y mi abuelita, bien contenta, se acercaba a darle una galletita.

Pero en el rancho también estaban mis tíos. Y le enseñaron al perico otras cosas. Cuando pasaba una tía, o una prima, o una mujer en general – excepción hecha de mi abuelita – el perico le chiflaba un piropo: “¡guapa!”. Y le daban su galleta. Pero cuando pasaba yo, o un tío, o un primo, o un varón, el chiflido se tornaba en una peculiar tonadita que nos recuerda el 10 de mayo.

Para el perico era exactamente lo mismo mentarnos la madre a unos, echarles un piropo a otras, o decir el Avemaría. Lo único que le importaba era – y aquí mis jóvenes auditorios nunca fallan – la galletita.

Sin quitarle nada de su importancia a las “oraciones vocales”, muchas verdaderamente hermosas, que responden al término “rezar”, me parece que se olvida con mucha frecuencia que “orar” no es otra cosa que hablar con Dios. ¿Cómo? Como con un amigo, con una persona.

Y es que, ¿quién llega con un amigo y le dice: “Oh, amigo, tú que, rodeado de resplandores, haces gala de tu generosidad, podrías prestarme diez pesos”? A un amigo, o a cualquier persona a menos que vivas en el siglo XVI, le dices – perdón por la viguita – “Préstame diez pesos, güey”.

Obviamente no le vayas a decir “güey” a Dios, pero pienso que incluso eso lo preferiría a las palabras sin sentido – para nosotros, que no en sí mismas – con que le torturamos tantas veces. Dios-te-salve-maría-llena-eres-de-gracia… ¡Cuantas veces repetimos palabras sublimes como pericos! ¡Cuántas veces nos debe mirar Dios como preguntando: “¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?”!

Y es por eso que la relación con Dios se vuelve, en el mejor de los casos, cuesta arriba.

Yo no soy ejemplo de prácticamente nada, los que me conocen personalmente lo saben. Pero en ocasiones es provechoso compartir alguna experiencia personal. En mi comunidad religiosa todos los días, después de la comida, pasamos a la Capilla a visitar unos minutos al Señor. Hace unos meses tuve la inquietud de preguntar a los diferentes padres y hermanos de la comunidad qué hacían, o qué rezaban, en esos minutos. Uno me dijo que rezaba una parte de la Liturgia de las Horas; otro me compartió que pensaba en las personas a las que había encontrado en la mañana y en las que encontraría por la tarde para encomendarlas al cuidado de Dios; otro hermano me compartió que agradecía la comida, los dones del día, y pedía Gracia para su apostolado.

A mí, en cambio, me gusta llegar ante el Señor y contarle cómo ha ido el día, platicarle cualquier cosa que se me ocurra, compartirle alguna inquietud… incluso contarle el último chiste que contaron en la mesa pocos minutos antes… Que ya lo sabe, que no se va a reír, que es un poco (o bastante) ridículo… ¡No importa! La relación con Dios importa, mueve, gusta, cuando es una relación de amigos.

Y un amigo, cuando le hablas, te contesta. “No, Dios a mí no me habla, no me contesta, le pido cosas y no me hace caso…” Si ésta no es nuestra experiencia, al menos habremos escuchado frases como ésta muchas veces. La pregunta que yo haría es: si Dios te hablara, ¿le escucharías?

Escuchar a Dios implica más cosas de las que nos podríamos imaginar. Requiere, en primer lugar, quitarnos los audífonos (o bajarles el volumen), pues con tanto ruido que suele haber en nuestro interior es difícil que escuchemos la voz de Dios. Requiere, en segundo lugar, dedicarle algún momento; no te puedes quejar a un amigo de que no te habla, cuando nunca contestas sus llamadas. Y requiere, finalmente, estar dispuesto a poner en práctica aquello que nos pide.

¿Qué es orar? Hablar con Dios. ¿Cómo? Como con un amigo.

Tras la charla, si tenemos cerca una Capilla en la que esté la Eucaristía, suelo hacer una apuesta con los muchachos. Consiste simplemente en ir en algún momento frente a Jesucristo y hablarle así, como a un amigo. “Si Jesús no te contesta dentro de tu corazón, casi casi sensiblemente, yo pierdo la apuesta”.

He de decir que nunca la he perdido.